El milagro de la Isla del Rey.

Publicado por Gabriela Domingo en El Hedonista. 27 Abril 2021.

De cómo la labor entusiasta de unos voluntarios ha colocado a esta isla en la escena mundial del arte y la cultura

En la pequeña Isla del Rey se trabaja estos días a pleno rendimiento. Falta muy poco para la inauguración de los nuevos espacios dedicados al arte y la cultura y a la historia del puerto de Mahón. Todo un acontecimiento que atraerá gentes de todas partes. Cuando llegue el gran día, los visitantes desembarcarán en la isla y verán ante sí un edificio de piedra de grandes proporciones: es el antiguo hospital naval británico construido en 1711 y convertido hoy en museo. Frente a él, el flamante centro y galería de arte Hauser&Wirth. Y entre ambos, los jardines diseñados por el influyente paisajista holandés Piet Ouldof. Si el visitante enfila hacia el este de la isla, descubrirá incluso los restos arqueológicos de una basílica paleocristiana del siglo VI. Su espíritu curioso guiará sus pasos hacia el antiguo hospital, con sus tres alas, sus arcadas y corredores. Y cuando se asome a las salas de cirugía, rayos X y autopsias, al dormitorio con sus viejos jergones, al laboratorio y la botica con su extensa colección de plantas y pócimas medicinales, a la vieja capilla católica y al oratorio anglicano, a la biblioteca y a la imprenta de más de cien años que sigue funcionando…, a la historia, en fin, del magnífico puerto de Mahón… lo encontrará todo en perfecto estado de revista tal y como estaba hace un par de siglos, con los equipos y el instrumental médico de la época primorosamente catalogados.

Pero por muy importante que sea lo que se ve, que lo es, lo más valioso de la Isla del Rey es lo que no se ve y probablemente se le escape al recién llegado: y es que aquí, un día, alguien obró un milagro. Porque nada de esto existiría, nada, sin la acción prodigiosa de un puñado variopinto de voluntarios.

Y es que pocos años atrás, la Isla del Rey agonizaba sin agua y sin luz. ¡Y qué pena daban entonces la isla y su hospital! ¡Y qué vergüenza sintieron algunos al contemplar tanto abandono y desidia! Los árboles crecían y se extendían en el interior de los edificios, derribando a su paso muros centenarios, contrafuertes y cubiertas; las enredaderas y plantas trepadoras abrazaban columnas y paredes hasta asfixiarlas, derrumbándolas; la humedad, el moho, los excrementos de gaviotas y roedores sembraban corrosión, podredumbre y suciedad por doquier. Todo lo aprovechable del antiguo hospital militar –muebles, baños, vigas y barandillas, puertas y ventanas, tuberías y cables de cobre…, todo había desparecido víctima del pillaje.

¿Cómo era posible que nadie acudiese en socorro de una isla y un hospital que habían acogido y cuidado a tantos marinos desde la ocupación británica de Menorca en el siglo XVIII? Aquí arribaban ingleses de la Armada británica, franceses o españoles moribundos o malheridos, víctimas de las batallas navales que se libraban en el Mediterráneo al tiempo que Menorca pasaba sucesivamente a manos de una u otra potencia militar. En 1830 el hospital, para entonces español, acogió a soldados franceses heridos durante la toma de Argel; sus médicos, enfermeras y las Hermanas de la Caridad atendieron a centenares de náufragos italianos del acorazado Roma, bombardeado a finales de la Segunda Guerra mundial por la fuerza aérea alemana como castigo por el armisticio firmado por la Italia fascista, ya vencida, con los Aliados. Al cabo de dos siglos y medio de servicio, el hospital de la Isla del Rey cerró sus puertas en 1964 y la isla quedó tristemente abandonada.

Y cuando parecía que ambos, hospital e isla, estaban irremediablemente condenados al olvido, alguien decidió tomar cartas en el asunto: “Esto se está desmoronando. Si nadie hace nada, lo hacemos nosotros”. Decididos a no cargarles con el mochuelo a los de fuera, “Madrid…, Palma…, los catalanes…, los ingleses…” e impulsados por un saludable sentimiento de vergüenza, el 10 de septiembre de 2004 nuestro puñado de voluntarios, al mando (y nunca mejor dicho) del general en la reserva Luis Alejandre Sintes, comenzaron a desbrozar el terreno sin sospechar siquiera a dónde les llevaría su aventura. “Éramos un grupo de locos”, nos cuenta Toni Barber Seguí, uno de los pioneros. “Quince o veinte amigos que acudíamos a la isla los domingos en nuestros ratos libres. Cada semana avanzábamos palmo a palmo por entre la maleza armados de un machete, una podadora de jardín, una pala… No se veía más allá de tres metros y cada vez nos llevábamos una sorpresa ante un nuevo descubrimiento, ¡aquí hay un pozo!, ¡he encontrado una cisterna!”. No faltaron los incrédulos y agoreros dispuestos a opinar: “Esos se cansan a los dos meses”, “A ver lo que duran…” ¡Y duraron, vaya si duraron! Y no solo eso, sino que poco a poco se les fueron sumando más y más voluntarios.

De ser veinte han pasado a ser un centenar contando a los veraneantes. Menorquines y forasteros, británicos e italianos, católicos y protestantes, personas de todas las clases sociales, y ¡oh milagro, ver para creer!: gentes de izquierdas y de derechas. Todos juntos y unidos motivados por un proyecto común ilusionante. Un proyecto que les ha llevado durante ya más de quince años, que se dice pronto, a madrugar cada domingo para desembarcar en su isla a las 8.30 en punto de la mañana y ponerse manos a la obra. En invierno y verano, haga frío o calor, llueva o sople la tramontana. “En todos estos años, creo que habremos fallado tres o cuatro domingos”, asegura orgulloso Toni Barber. Y remata: “No recuerdo que haya habido un enfrentamiento serio con nadie. Si acaso, algún pique durante un encuentro Barça-Madrid.”

¿Y qué hacían mientras tanto las instituciones, las diversas administraciones con competencias en la isla? Pues al principio, no entrometerse y hacer la vista gorda ante la ocupación de la isla. ‘Laissez faire et laissez passer, los voluntarios se valen por sí mismos’, debieron pensar. Porque no cabe duda: por muy ilustres y respetables que fuesen nuestros aguerridos voluntarios, no dejaban de ser meros okupas de unos terrenos de propiedad pública. Poco a poco, las autoridades locales, independientemente de su color político, se fueron convenciendo de la bondad y seriedad de la aventura y empezaron a arrimar el hombro.

Tras quince años de trabajo y ya constituidos en fundación con todas las de la ley, los voluntarios reconocen haber sentido ‘mono’ durante los meses de confinamiento. Y es que echaban de menos su sesión de ‘islaterapia’, ese espacio-tiempo donde, en palabras del general Luis Alejandre, “se desarrollan virtudes que tenemos ocultas en algún rincón de nuestra alma”. Hemos sido testigos de este fenómeno, la ‘islaterapia’, y poco nos ha faltado para coger una brocha y ponernos a encalar una pared. Acérquense hasta la Isla del Rey un domingo a primera hora de la mañana. Encontrarán a un ex-transportista, a una enfermera de quirófano, a un coronel británico retirado, a un empleado de banca, una farmacéutica… dedicados a las tareas más prosaicas y variopintas: aquí pinto una viga, allá limpio un cristal, ¡esas malas hierbas!, ¡la maqueta de acorazado Roma ya está acabada!, ¡qué maravilla de donación nos llegó ayer para la sala de oftalmología!… Y cuando dan las 11 y toca retirada, los voluntarios se reúnen a desayunar y hacer balance. Irradian vitalidad y energía, aunque la mayoría está en la edad de la jubilación y añora a compañeros ya fallecidos o tan mayores o impedidos que han tenido que quedarse en casa. Si el visitante está de suerte y el Covid no lo impide, hasta podrá compartir con ellos algo tan tangible como una tapa de sobrasada y de propina se llevará un cachito de islaterapia inmaterial e imborrable.

La jornada toca a su fin. Vuelta a la barca y cada cual a su casa. O a misa de doce, apunta socarrón el general. Algunos acaban derrengados de tanto picar y cavar y a otros la sesión les ha sabido a poco. Aunque quizá en esta dosis justa y medida radique también el éxito de la Fundación Hospital Isla del Rey: un proyecto común ilusionante, con un liderazgo que nadie cuestiona aunque no siempre se coincida, donde todos saben que nadie es nada sin el otro y en el que cada cual desarrolla su propia función dentro de sus competencias, respetando el el trabajo de los demás. Me atrevería a sugerir incluso otra de las razones de su éxito: la edad de los voluntarios, una generación acostumbrada a madrugar y al duro bregar, que dejó atrás hace tiempo egos y vanidades.

Vayan a verlo a la Isla del Rey. ¡Los milagros no abundan hoy en día!

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