La historiadora Micaela Mata, en su libro:: Menorca Británica Tomo I – La Reina Ana y Jorge I. 1712-1727, en referencia a la Isla del Rey.
La isla del Rey, donde el monarca aragonés tomara tierra hacia casi cinco siglos, se convirtió en la “bloody Island” de la navy al quedar transformados en hospital naval unos barracones o cobertizos, ya existentes a la llegada del general Stanhope. El almirante Jennings aportó de su peculio particular las primera libras para su construcción, en 1711, cuyo reembolso reclamó en 1714, siéndole mas tarde pagadas 468.3.6. libras. A pesar de su oportuna generosidad, la primera obra resultó de tan pobre calidad que pronto amenazó ruina y los enfermos tuvieron que ser trasladados al convento de San Francisco, extramuros de Mahón (de donde habían sido desalojados veinte de los veinticinco monjes residentes), hasta que las constantes reclamaciones del vicealmirante John Baker a su superior en el Almirantazgo, señor Burchett, dieron como resultado la reconstrucción del edificio en 1715.
El hospital, construido en el medio y en la parte mas alta de la isla del Rey, era un armonioso conjunto de una planta, no exento de cierta belleza. Orientado al sudeste, las tres alas que lo componían formaban una “U” alrededor de una plaza; la capilla, desde su centro, era la obra que más destacaba y la que prestaba a la fábrica el equilibrio arquitectónico que la caracterizaba. Cuatro estilizadas columnas en su portada sostenían la cúpula, todo ello, si bien simplificado, cercano al gracioso estilo Wren de la época. De cada lado de la capilla arrancaban los sólidos arcos que trazaban largas galerías cubiertas- por las que se comunicaban las salas de enfermos- quedando el conjunto rematado por una hilera de pilastras.
El desnivel del terreno había permitido – o exigido- dos pisos en los extremos de las alas laterales y el acceso a ellos se hacía por un atrio, adornado por dos columnas, sobre el que se perfilaba un balcón; la azotea quedaba igualmente coronada por columnillas de piedra.
Quienquiera que hubiera sido su diseñador poseía el doble mérito de haber creado un edificio a la vez agradable y práctico. El interior del hospital había sido realizado con inteligencia y concierto, y era mucho más cómodo que los desalmados sanatorios de aquel tiempo. Sus catorce salas, de unos 28 por 35 pies cada una ( 8,5 X 10,6 M.). disfrutaban de altas bóvedas y buena ventilación, y en todas ellas los veinticuatro enfermos ocupaban camas individuales, lujo poco común entonces.
Además de los trescientos treinta y seis marinos que podía acoger el hospital, independientemente de las cuadras de enfermos, el edificio comprendía aposentos para oficiales navales, vigilantes, marineros que enlazaban la isla con tierra, etc.
La habitación del cirujano y la del practicante quedaban cercanas a los dormitorios y enfrente de una pieza que servía de oficina para el personal administrativo, del otro lado de la plaza. Los enfermeros y asistentes ocupaban la esquina occidental, y las cocinas y hornos la oriental. En unos semisótanos, al norte, se almacenaban las provisiones, y los del este y oeste estaban reservados para los menesteres del cirujano y del director del hospital. El islote no estaba mal aprovechado: las letrinas se encontraban detrás de la construcción principal; el pozo estaba frente a la capilla, pero ya en el exterior de la plaza; y una cueva natural del lado de Cala Llonga fue utilizada para guardar alquitrán, brea y otros enseres navales.
En esta misma costa se había construido (y aún se aguanta en pie) un muelle, y en el lado opuesto de la isla, orientado hacia el Fonduco, otro embarcadero más somero, apoyado en una playuela.
La “Bloody Island” no merecía en absoluto este alarmante apelativo y solo cabe deducir que fue una derivación del más humano de “Hospital de Sangre” o puesto de cura en primera línea.
Con pocas modificaciones, el aspecto exterior del hospital perduraría más de cien años, bien pasadas las dominaciones británicas. Adjudicadas las obras a Antonio Seguí por un presupuesto de 800 piezas de a ocho pagaderas en tres plazos, en documento firmado el 4 de agosto de 1715, el contratista se comprometía a terminar las reparaciones antes del mes de octubre, con la garantía de un año, como era costumbre en la isla. En el precio fijado no quedaban incluidos ni el transporte del material ni la traída de agua o el ahondar del pozo ( ¿sería el mismo manantial descubierto tan oportunamente por Alfonso el Liberal, al invadir Menorca en 1287? ) en cambio, el almirante ofreció aportar marineros para la pronta realización de la restauración del hospital. Baker tenia especial interés en ver terminadas las obras por parecerle que en la isla del Rey los enfermos sanaban más rápidamente que en Mahón, dando como razón su conveniente alejamiento del abundante e indigesto vino del país, además de los buenos aires del islote, cosa que, como escribiría después del recién traslado de los enfermos a la “Isla sangrienta”, quedó plenamente demostrado aquel invierno de grandes fríos y lluvias.
Baker parece haber sido un oficial especialmente atento a las necesidades de sus hombres, al conseguir para los internos del hospital inhabituales condiciones. Trece peniques por día y marino se destinarían a la manutención y cuidado de cada pensionista, exigiendo al asentista, William Corbett, que se les sirviera agua, platos, fuentes, cucharas y una dieta aprobada por el cirujano en jefe; además serían provistos de fuego y vela, y unos enfermeros competentes y –precisa- agradables, velarían por la higiene de los hospitalizados.
El almirante, hombre practico aunque parsimonioso, consideró suficientemente amplio el recinto hospitalario para almacenar provisiones valiosas, lo que según estimaba, ahorraría al gobierno 40 dólares anuales desembolsados en aquel entonces para pagar el alquiler de varias casas y patios, y la protegería de las inclemencias del tiempo “y también de otras cosas” declararía, haciendo clara referencia a los defectos que condenaba en los menorquines.
A los tres años, los trabajos de John Baker (quien había muerto en Mahón en noviembre de 1716) se vieron justificados al quedar el hospital ocupado por los marinos heridos en la batalla de Passaro. Muchos, no obstante las recientes mejoras, morirían allí, entre otros cien hombres del capitán Mathews, y del Grafton, del Kent y del Rupert llegarían otros sesenta gravemente enfermos.
BIBLIOGRAFA. MATA Micaela: Menorca Británica, tomo I La Reina Ana y Jorge I 1712 – 1727. IME 1994